viernes, 19 de junio de 2009

EL SOLSTICIO DE INVIERNO - UNA FIESTA MASONICA


La Francmasonería es una institución milenaria que a través de los siglos ha expresado su afán de conocimiento y supervivencia mediante las alegorías, los símbolos y los signos. Es difícil resumir en pocas palabras esta particular forma de existencia; comprender ese sentido lleva a veces toda una vida.


La masonería es una muy antigua orden que no busca el número como objetivo principal ni precisa de grandes fastos para mantener intacta su razón de ser. No es una religión, aunque posee y reconoce abundantes aportes de religiones antiguas y modernas; no es un partido político, aunque su esquema esencialmente democrático para manejarse la asemeja a tales agrupaciones.


En los templos iniciáticos se agrupan principalmente aquellos individuos que entienden que en la entelequia humana hay mucho más que la adoración de una determinada divinidad o el empleo de energías apuntadas a un determinado plan político. Los integrantes de la Orden aseguran que, por encima de todo ello y más allá de las cosas que cotidianamente separan a los pueblos, es necesaria una institución fraterna, no dogmática y abierta a la inteligencia y la cultura.


En las logias quedan al margen los criterios rígidos o autoritarios. Todo el aprendizaje masónico es a través de símbolos en armonía con la naturaleza, apuntando siempre a la autosuperación y a la eliminación de las asperezas y sombras que acercan peligrosamente al hombre a la bestia prehistórica.


El particular eclecticismo de origen de la masonería ofrece una multitud de elementos provenientes de los tiempos más remotos, en pro de los ideales constantes de justicia, libertad e igualdad. Cierta presunción universalista hace que los miembros de la Orden caractericen simbólicamente las dimensiones de sus propias logias con una fórmula original: De Oriente a Occidente, de Norte a Sur y del Cenit al Nadir.


Así se representa en la Francmasonería al universo: con medidas imposibles que tratan de abarcar lo inabarcable. Un masón es —o al menos debería serlo— un hombre plenamente consciente de que el planeta en que habita es apenas un átomo en medio del cosmos; es un humanista que comprende su insignificancia con relación al todo y a la nada.


El hombre ante su propio universo.


Recientemente se han descubierto cuatro galaxias cuyas existencias no se encontraban registradas en ningún archivo astronómico. La luz de esas vastas agrupaciones estelares ha tardado diez mil millones de años en llegar hasta la Tierra. Multiplicados por los 300.000 kilómetros que recorre la luz en un segundo, esos inimaginables años indican una distancia casi imposible de manifestar a través de nuestro sistema numérico.


Entre tan inconmensurable espacio-tiempo, millones y billones de estrellas se agrupan en lo que la astrología denomina galaxias, constelaciones, nebulosas y sistemas. La Vía Láctea, nuestra galaxia, tiene un diámetro de cien años luz y un espesor de diez años luz. Un sistema similar a la Vía Láctea, su vecino más próximo, se encuentra a solamente un millón de años.


El Sol es una de las estrellas menores de la Vía Láctea, ubicado en su periferia. Se traslada por el espacio a una velocidad de 19 kilómetros por segundo, aparentemente hacia la estrella Vega.


El Sol arrastra consigo a nueve planetas conocidos —en 2001 fue descubierto fehacientemente un décimo cuerpo— que giran a su alrededor. Son mucho más pequeños que el astro, no tienen luz propia y conforman lo que se denomina el sistema solar.


La palabra “planeta” proviene del griego. Quiere decir “errante” y fue dada por los antiguos —mucho antes del pozo oscuro de la Edad Media— a los planetas conocidos entonces, ya que sus movimientos en el espacio eran perceptibles, en tanto que las estrellas parecían fijas.


La Tierra es una esfera de unos 12.000 kilómetros de diámetro. Ya los astrónomos del antiguo Egipto conocieron la esfericidad de nuestro mundo y de ellos aprendió el primer gran astrónomo de Grecia, Tales de Mileto. Los grandes sabios de la antigüedad clásica conocieron incluso las medidas de nuestro planeta (Eratóstenes midió con exactitud su circunferencia, valiéndose de un sencillo palo que, clavado en distintas latitudes, daba sombras diferentes) y dieron gran importancia a las ciencias de la astronomía, la matemática y la geometría. Tuvieron clara conciencia de que era la Tierra la que se movía alrededor del Sol y no al revés.


Con el cristianismo se arribó a la increíble regresión de la Edad Media, en donde los conocimientos humanos llegaron a un punto tan bajo que, cuando Galileo Galilei se atrevió a reflotar aquellas antiguas evidencias científicas, fue sometido a tormentos y estuvo a punto de ser quemado por la Inquisición.


La Tierra es, además, una esfera en movimiento: rota sobre su eje mediante un giro que demora 24 horas, generando días y noches; se traslada alrededor del Sol a través de 365 días aproximadamente; y también avanza en medio del espacio junto con los demás planetas integrantes del sistema solar, siguiendo a su estrella en su camino dentro de la Vía Láctea.


El simbólico solsticio


El movimiento de traslación de la Tierra es una circunferencia llamada órbita, ligeramente elíptica, que hace que la distancia con el Sol varíe durante el año.


Al mismo tiempo, se suma la inclinación del eje terrestre, lo que genera una distribución desigual de la luz y el calor solar, así como una distinta duración del día y la noche según sea la época del año.


El 21 de junio, la Tierra se encuentra a la máxima distancia del Sol y su polo norte se muestra muy inclinado hacia él. Es el solsticio de verano para el hemisferio norte, en donde los días son más largos y las noches más cortas. Inversamente ocurre en el hemisferio sur, en donde nosotros habitamos.


El 23 de septiembre (la tradición lo ubica el 21, pero sutiles cambios astronómicos operados a través de los siglos lo trasladan a 48 horas después), la Tierra pasa frente al astro solar de tal forma que los rayos la alcanzan en forma pareja, perpendicularmente al ecuador. Así, en todo el globo, el día y la noche tienen igual duración; es el equinoccio de otoño en el norte y de primavera en el sur.


El 22 de diciembre es el polo sur el que muestra su cara al Sol y otra vez la tierra llega al límite de su distancia elíptica. Se produce el solsticio de invierno para el norte y de verano para el sur. Entre el 21 y el 23 de marzo vuelve a darse otro equinoccio, con días y noches iguales en extensión.


Los resultados visibles de tales fechas son el cambio de estaciones, es decir las etapas en que la naturaleza muestra sencillamente el ciclo de la vida: morir y renacer, la juventud, la vejez, la reproducción y las huellas con que la humanidad marca su paso por el planeta.


La palabra “solsticio” proviene del latín. Es la suma de los fonemas sol y sistere, que trasuntan la idea de detención. De esta forma, los antiguos diferenciaban al hiemal (invierno) y al vernal (verano).


Desde tiempo inmemorial, la masonería ha celebrado esta ocasión con una comida fraterna y una recordación especial, del mismo modo en que lo hacían, en la antigüedad clásica, los griegos, los romanos y los germanos. Pero, ¿qué cosa festejan simbólicamente los masones en estas fechas?



En el solsticio de verano, el imperio de la luz sobre las tinieblas; los días son más largos que las noches y la vida está en su plenitud. En el solsticio de invierno se alaba a la esperanza, ya que a partir de allí los días comienzan a crecer lentamente y la luz empieza a derrotar a la oscuridad.


Pero también suelen festejarse los equinoccios: son fechas dedicadas al equilibrio, a la estabilidad, al ideal masónico de estar siempre entre columnas.


Son cuatro ocasiones distintas, pero todas festivas y felices. No se invoca a dioses ni espíritus sobrenaturales. Se recuerda el ciclo vital de la naturaleza y el misterioso ritmo del universo.


La tradición cristiana designa como días de San Juan al 24 de junio y el 24 de diciembre. Uno, el bautista; el otro, el evangelista. Pero a su vez, la misma tradición se basa en mitos solares anteriores: en la Roma imperial se festejaban ambas fechas con homenajes al dios Jano, deidad de las dos caras que presidía todos los comienzos, en particular el ingreso del sol en los dos hemisferios celestes.


Jano se relaciona teológica y etimológicamente con “Janua”, que significa puerta, de donde viene la palabra januarios, es decir enero, el primer mes del año. O sea, la puerta del año. Para los romanos, Jano miraba, con sus caras, el pasado y el futuro al mismo tiempo.


El simbolismo que transmitía aquel dios lejano señalaba asimismo que el presente no existe; todo está por ser y todo fue.


Las fiestas solsticiales se celebraron en todos los tiempos y lugares. En las culturas germánicas y galas del norte de Europa, era costumbre celebrar el solsticio de invierno con grandes banquetes comunales. Durante los mismos, parientes y amigos se agasajaban mutuamente colgando obsequios semi-escondidos en la nieve del árbol más cercano a la mesa de agasajo.


De allí proviene la curiosa costumbre, incorporada luego por el cristianismo, de armar un árbol supuestamente nevado —aún en las regiones más calurosas del mundo— en el que se disponen regalos para la familia. En la América pre-incásica tenía particular importancia la conmemo-ración del Inti Raymy, exactamente en las fechas mencionadas en esta nota. Eran tres días de ayuno y abstinencia de fuego y amor, que culminaban con grandes banquetes, danzas y música.


Aquellas fiestas americanas dedicadas al sol tenían como objeto agradecer las buenas cosechas y el ciclo de la vida. La naturaleza cobraba fuerza y vigor, o entraba en el ciclo del frío. Inti Raymy significa literalmente “Pascua del Sol”.


El origen de la francmasonería se pierde en los tiempos más remotos. Diversos autores mencionan al antiguo Egipto, al fabuloso templo del rey Salomón, a los albañiles chinos contemporáneos a Confucio (Kung Fu Tse, el maestro Kung), a los anónimos arquitectos incas, mayas y aztecas y hasta las leyendas fantásticas y dudosas sobre el continente de la Atlántida.


La cronología histórica comienza en la antigua Roma con las “Constituciones para las Cofradías de Masones” redactadas por el rey Numa Pompilio, seis siglos antes de nuestra era. Ya en aquellos remotos tiempos las logias de albañiles se desarrollaban con las construcciones cada vez más complejas que la civilización exigía.


Ya por entonces, los antepasados directos de los masones actuales se reunían dos veces por año en torno a una mesa fraterna. El solsticio de invierno era, sin embargo, el que atraía siempre más y con más fuerza. Tal vez su modesto pero sugestivo sentido simbólico —la luz que lentamente comienza a derrotar a la oscuridad— obró desde entonces como un imán para los iniciados.


Aquellos alarifes operativos y los actuales, especulativos desde hace ya más de tres siglos, sabían y saben que “el cielo azul que todos vemos no es cielo ni es azul”. Y que la Tierra no es más que una mota de polvo que se mueve en medio de lo incógnito; y de nuestra identidad de hormigas en medio del todo y de la nada.


De aquellos lejanísimos hermanos, los masones de hoy heredan mucho más que mandiles, escuadras, compases, piedras y niveles. Reciben la duda existencial y el gusto por la libertad, la fraternidad y la igualdad entre los hombres.


Cada renovado solsticio es, para los masones en cuyas conciencias late el orgullo, un nuevo escalón de una obstinada existencia milenaria.
(Colaboración del Querido Hermano A.M.)

1 comentario:

  1. http://mauriciocamposmasoneria.blogspot.com/2009/08/los-mejores-articulos-del-semanario.html

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